martes, 25 de agosto de 2009

Esperanza: por más pecadores que seamos

"Jesús salió otra vez por las orillas del lago; todo el mundo venía a verlo y él les enseñaba. Mientras caminaba, vio a un cobrador de impuestos sentado en su despacho. Era Leví, hijo de Alfeo. Jesús le dijo: 'Sígueme.' Y él se levantó y lo siguió.

Jesús estuvo comiendo en la casa de Leví, y algunos cobradores de impuestos y pecadores estaban sentados a la mesa con Jesús y sus discípulos; en realidad eran un buen número. Pero también seguían a Jesús maestros de la Ley del grupo de los fariseos y, al verlo sentado a la misma mesa con pecadores y cobradores de impuestos, dijeron a los discípulos: '¿Qué es esto? ¡Está comiendo con publicanos y pecadores!'

Jesús los oyó y les dijo: 'No es la gente sana la que necesita médico, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores.'"
Mc 2,13-17

Esta es una escena bastante conocida de las Sagradas Escrituras: el llamamiento del Apóstol Mateo. El nombre original de Mateo era, precisamente, Leví, un cobrador de impuestos que estaba en pleno ejercicio de sus funciones al momento de recibir la invitación del Maestro a quien nunca antes había conocido, y muy probablemente ni siquiera habría escuchado de su nombre.

Generalmente la reflexión para este pasaje deriva en la fuerza de la fe y la obediencia rotunda del nuevo apóstol al reconocer a Cristo y su llamado. Efectivamente, Leví deja todo el dinero que estaba cobrando, sus registros, su material de trabajo, todo… se levanta y sigue a su Maestro.

Pero queremos resaltar un punto importante en esta escena, que tiene una aplicación profunda, pero a la vez incómoda, en nuestra vida.

Este cobrador de impuestos era un judío más, y como tal, era muy mal visto por todos sus compatriotas, ya que cobraba el tributo impuesto por quienes habían invadido su país. Es decir, era considerado un traidor a su raza, a su religión y a su pueblo.

Podemos identificarlo fácilmente con una persona rechazada y muy criticada, y seguramente en consecuencia con muy pocos amigos. Pero enfrentar esa realidad y mantenerse en el cargo, implica que la persona tiene poco apego a la opinión de los demás. Seguramente Leví se sabía rechazado y muy mal visto, pero aún así seguía con sus cobranzas. ¿Qué lo motivaría?

Seguramente podremos responder con la avaricia o las ganas de poder que lo revestían de una coraza moral frente a su gente, claro está. Sin embargo debemos notar que esta persona ha tenido que desarrollar un cierto “acomodo” a esa realidad que le permita levantarse cada día para cumplir con su poco atractiva jornada.

Podríamos decir que este cobrador de impuestos ya se auto-etiquetó de “rechazado” y se acostumbró a la idea. Su rutina diaria ya incluía las malas miradas e insultos o amenazas que recibiría. Es decir, él mismo se sabía rechazado, y así se aceptaba a sí mismo.

En consecuencia, no hacía nada por cambiar su situación. Con el flaco botín de cada día, se preparaba para el día siguiente calmando su conciencia con las monedas que hubiese recibido como comisión por su amarga tarea.

Eso mismo sucede con muchos pecadores de hoy. Muchos pecadores que nos acostumbramos a sabernos pecadores, nos hemos “acomodado” en la sensación de vivir en el borde del precipicio, y hacer cada día unos pobres cálculos que nos permitan especular sobre nuestra “posible” salvación.

Como Leví que se sabía judío, se sabía Israelita, pero hacía oídos sordos a su conciencia para cobrar el impuesto al siguiente compatriota, nosotros nos sabemos cristianos, conocemos a Jesús y cada una de sus enseñanzas, pero nos las arreglamos para subsistir un día más volcando la cara a esa voz interior que nos grita la necesidad de retornar a “la casa del Padre”, a nuestra fe.

No son pocas las ocasiones en las que nos descubrimos haciendo algo que reconocemos como indebido. O nos sorprendemos con pensamientos que indudablemente nos llevarán a un estado de pecado. Incluso hay veces que sabiendo que sentir o pensar eso de otra persona es muy poco cristiano, preferimos dar rienda suelta a las pasiones.

Sin embargo al momento surgen los justificativos por los cuales “en esta situación en particular” la Ley de Dios no se aplica (hoy no circula, para quienes viven en México).

“Claro que sé que no debo conquistar a otras mujeres, puesto que estoy casado. Pero no hay nadie alrededor y esta muchacha vive en el extranjero… total, quién se va a enterar.”

“Yo no soy adicto ni alcohólico… Por supuesto que cuando yo quiera lo dejo, o cuando vea que se está poniendo peligroso dejo de consumir.”

“¿Pegar a las mujeres? No, yo jamás. Es que esta fue una excepción porque estaba con algunos alcoholes y esta mujer realmente se pasó de la raya.”

Así hay miles de ejemplos. Todos ellos marcados por la relatividad de quien hace aparentar que sus pecados son leves para evadir la culpa, pero está cada vez más hundido en el fango.

Lo peor de todo es que como esos “casos particulares y excepcionales” son demasiado frecuentes, la persona ya se sabe débil y se reconoce como imperfecta e incapaz de enfrentar a sus pasiones. Es entonces cuando deja de llamarse solamente débil, frágil o imprudente, para empezar a llamarse viciosa.

La persona que se acomoda en su incapacidad de vivir en virtud, que se jacta de pecadora, como si se tratase de un título picaresco que lo hace más divertido y relajado, o aquella que asume la pérdida y deja de esforzarse, jamás saldrá del círculo vicioso y estará cada vez más sumido en la oscuridad.

No vaya a ser que esta situación se de únicamente por “flojera” de comenzar a ponerse barreras, o peor aún, porque así lo hacen otros, ya que esto implicaría que uno va en contra de sus propias convicciones, es decir, uno se condena a pesar de conocer el camino correcto.

Que nadie decida nuestro futuro en la eternidad, eso es lo ideal. Que nada amenace el silencio y la paz de nuestra conciencia: ni la desidia, ni la modorra, ni el deseo de apegos materiales o carnales.

Así como Leví, sepamos que ese Rostro que se acercó a nuestro lugar es el rostro de la verdadera, pura y plena felicidad, y que nada puede impedirnos seguirlo, nada puede frenarnos de elegir el camino.

Dejemos de llamarnos “casos particulares” y sepamos reconocer el vicio que hay en nuestro corazón, que nos mantiene aferrados al pecado.

El Banquete del Reino


“En aquel tiempo, de nuevo tomó Jesús la palabra y habló en parábolas a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo: ‘El reino de los cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo. Mandó criados para que avisaran a los convidados a la boda, pero no quisieron ir. Volvió a mandar criados, encargándoles que les dijeran: ‘Tengo preparado el banquete, he matado terneros y reses cebadas, y todo está a punto. Venid a la boda.’ Los convidados no hicieron caso; uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios; los demás les echaron mano a los criados y los maltrataron hasta matarlos. El rey montó en cólera, envió sus tropas, que acabaron con aquellos asesinos y prendieron fuego a la ciudad. Luego dijo a sus criados: ‘La boda está preparada, pero los convidados no se la merecían. Id ahora a los cruces de los caminos, y a todos los que encontréis, convidadlos a la boda.’

Los criados salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos. La sala del banquete se llenó de comensales. Cuando el rey entró a saludar a los comensales, reparó en uno que no llevaba traje de fiesta y le dijo: ‘Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin vestirte de fiesta?’ El otro no abrió la boca. Entonces el rey dijo a los camareros: ‘Atadlo de pies y manos y arrojadlo fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes.’ Porque muchos son los llamados y pocos los escogidos.”

Mateo 22,1-14

Estamos frente a una de las parábolas más inquietantes y reveladoras de las que Jesús dio a los suyos. Y por qué no, a todos nosotros.

Es una clara alusión al juicio final. Un anuncio que hace Jesús del día en que todos seremos llamados frente al Rey de Reyes para ser juzgados cada uno de acuerdo a su propia vida.

Nótese que Jesús no lo plantea como un día de terror y calamidad para quienes serán sometidos al escrutinio, sino más bien utiliza una figura llena de amistad y paz, como la del banquete de bodas del hijo del rey.

El hijo del Rey, Jesucristo, por supuesto, y la novia, la Iglesia de Dios en la tierra. Ese es el día del triunfo final del Corazón Misericordioso del Señor, el triunfo de su Reino. Y Él hizo las invitaciones desde el principio, desde el día CERO de la creación y las viene repartiendo desde entonces.

Ya vemos, como en la parábola, cómo la humanidad ha ido rechazando tales invitaciones, y las sigue rechazando.

A nivel personal también se da esta misma situación. Nuestro Padre celestial nos invita constantemente a unirnos a la lista de invitados. De hecho, estamos anotados en esa lista desde el día de nuestra creación. Somos invitados al banquete del Reino.

Pero cuántas veces habremos rechazado nuestra asistencia. Cuántas veces habremos ignorado a sus mensajeros que nos anuncian que todo está preparado para la gran fiesta en el cielo.

De hecho, si analizamos las palabras de Jesús cuando hablaba del pecador convertido, recordaremos que Él mismo dijo que todo el cielo se pone de fiesta cuando un pecador se convierte. ¿Será ese nuestro banquete personal al que estamos siendo invitados?

Y ahí tenemos las tres actitudes que tomamos frente al insistente llamado del Señor de recapacitar y convertirnos de corazón.

“Uno se marchó a sus tierras”. Ese personaje representa a quienes huyen del llamado, es decir que se recluyen, se encierran en lo suyo y prefieren hacer de oídos sordos. Ignorar su propia realidad y dar la espalda a su conciencia.

Ahí tenemos todas las veces que nos decimos a nosotros mismos o a los demás “Yo no hago daño a nadie, voy a Misa los Domingos y de vez en cuando regalo una limosna a los pobres”. ¿No nos estamos encerrando en esas tierras del statu quo, donde más allá de lo que hago por mí mismo no doy más? Y qué de aquellas veces que miramos con frialdad mortal a otra persona sufrir angustias o problemas y nosotros pasamos de largo y ni siquiera volteamos la mirada para ver si necesita de nuestra ayuda.

También podemos mencionar aquí la cantidad de personas que prefieren no confesarse porque simplemente no “les va”, o no se sienten bien hablándole al cura de las cosas que uno hace o piensa. “Muy íntimo y personal” dicen. O incluso con cierto aire de soberbia se justifican indicando que el cura es tanto o más pecador que cualquiera… entonces “quién es él para perdonarme mis pecados. Yo prefiero confesarme directo con Dios”.

Muchos no solamente que se regresan a sus tierras, como decíamos, sino que más aún vuelven a su tierra y literalmente se “entierran” más en sus propias faltas. Tal es el caso de aquellos que por la rebeldía contra la imagen humana del sacerdote no quieren confesarse y, ni cortos ni perezosos, se acercan en la Misa a comulgar.

Regresaron a sus tierras, es decir, rechazaron la invitación a la gracia de la confesión. Cerraron la puerta de su “palapa” negando la posibilidad de entender o aprender sobre este sacramento; y por último cavaron un hoyo en la tierra y se enterraron vivos: comulgaron estando en pecado.

Cuántos de estos ejemplos podríamos señalar cada uno, haciendo un recuento de ocasiones similares en nuestras vidas personales.

También está en la parábola la figura de aquellos que prefieren seguir con su vida mundana. “Otro se marchó a sus negocios”. ¿Qué negocios de esta vida pueden ser más importantes que los de la vida eterna? Si cualquier cosa que hagamos o construyamos mientras estamos vivos se quedará aquí, en la tierra, e igualito volveremos desnudos ante el Señor.

¿Será que el trabajo nos ha tenido demasiado ocupados? ¿Será que la constante búsqueda de un mejor nivel de vida nos arrastra a olvidarnos de cómo suena la voz de Jesús que nos llama y nos habla cada día?

Porque seamos honestos: esos “negocios” que menciona la parábola, no solamente se refiere a asuntos relacionados con el trabajo o la producción de dinero y riquezas. Son también aquellos negocios que nos mantienen la cabeza ocupada y que llegan a adquirir más importancia para nosotros que mantenernos en estado de gracia.

Aquí podemos mencionar cualquiera de las pasiones desordenadas de la mayoría de las personas: Lujuria, avaricia, vanidad, celos, vicios del juego, de las drogas, del alcohol, del cigarrillo, de la mentira, de la pornografía, etc., etc.

La palabra “negocio” está definida por el diccionario como: “ocupación, quehacer o trabajo. Dependencia, pretensión, tratado o agencia. Aquello que es objeto o materia de una ocupación lucrativa o de interés.”

Cuántos de esos “negocios” son asuntos que se han convertido en obsesiones. Son temas que no nos permiten liberarnos por completo ya que hemos adquirido cierta dependencia de ellos. Y si no, cuántas mujeres serán capaces de un día salir a la calle sin pasar por el largo proceso de pintarse, peinarse, elegir la ropa adecuada para el lugar y la ocasión, dependiendo de quiénes van a estar presentes, o de si esta blusa me la puse la semana pasada.

Cuántos hombres pueden ser capaces de tirar la primera piedra a la hora de hablar de malos pensamientos y deseos desordenados hacia otra mujer que no sea la suya. O cuántos serían capaces de reconocer frente a sus amigos que en realidad sí ayudan en su casa más allá de lo que la “etiqueta masculina” tolera. ¿Por qué negocios estamos desatendiendo a la invitación del Señor?

Por último, la parábola presenta el caso de los últimos, aquellos que “echaron mano a los criados y los maltrataron hasta matarlos”. Ojo que ahí no habla de “Uno” sino de “los demás”, en plural.

¿Qué situaciones de nuestra vida pueden habernos hecho actuar así con el mensajero de Dios? ¿Será que son aquellas ocasiones en que nos hemos burlado de alguien por ser demasiado “mojigato”, “mocho”, o “come santos”? ¿Será por todas aquellas ocasiones que hemos criticado y mancillado el nombre de un sacerdote por el sólo hecho de serlo?

Porque también están todas las veces en que señalamos con el dedo a las personas que pretenden dar un buen testimonio cristiano, y caen como víctimas de nuestra lupa prejuzgadora.

“Ah, no, ¿yo ceder lo mío por un X de la calle? No, señor. Primero estoy yo y los míos”, sentenciamos.

“No m’hijo, la vida no es injusta. La vida es de quienes ponen primero la bala, y la ponen bien puesta. Si no mira nomás al papá de aquel tu amigo NN. Por manso le pasan todos encima. Tú en cambio, acostúmbrate a pasar por encima de los demás… sólo así triunfarás en la vida”.

Deben ser muy contadas las ocasiones en que siquiera nos preguntamos si ésta o aquella situación, si ésta u otra persona, habrán sido puestas delante nuestro como un llamado, como una invitación.

Pues ahí tenemos el resultado final. El Rey monta en cólera y manda a matar a todos, y esta vez no invita más, sino que trae a todos por la fuerza, y nadie puede chistar: Todos entran porque entran, y listo.

Y el Rey entra a saludar.

Cuál será entonces nuestra actitud. Qué cara pondremos ante el Rey cuando pase su mirada sobre nosotros y qué le diremos cuando nos pregunte: “Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin vestirte de fiesta?”.

¿Vestido? ¿Cuál? ¿Cuándo?... Por supuesto, si nunca prestamos atención al llamado, jamás nos enteramos de la fiesta.

Ahora surge esta otra pregunta: “Bueno, ahora que me entero que el Señor llama, quisiera estar preparado y mejor me visto de manera adecuada con anticipación, pero ¿Cómo es ese vestido? ¿Qué ropas serán las adecuadas? ¿Se refiere a que me ponga un traje…? ¿En el cielo…?

Esas vestiduras son aquellas con las que vayamos a revestir nuestra alma. Lo único que podremos presentar ante el Divino Juez el día final: nuestras obras, nuestro crecimiento espiritual, nuestro testimonio de vida.

Ahora suena el eco de aquel pasaje de Mt 25, 31-46, en el que Jesús dice: “Porque tuve hambre y me dieron de comer. Tuve sed y me dieron de beber. […] Estuve enfermo y me visitaron…”. También retumba en nuestros corazones cada una de las ocho Bienaventuranzas y todas las enseñanzas de Jesús en la Biblia. Las invitaciones de María Santísima a la conversión y a la oración en todas sus apariciones en el mundo.

¿Todo eso? Si. Todo. Palabra por palabra. Más nos vale comenzar pronto, antes de que llegue el novio… no vaya a ser que nos sorprenda y no tengamos nuestras lámparas encendidas ni la ropa ceñida.

El Matrimonio y el divorcio

"Se le acercaron unos fariseos y lo pusieron a prueba con esta pregunta: '¿Está permitido a un hombre divorciarse de su mujer por cualquier motivo?'
Jesús respondió: '¿No han leído que el Creador al principio los hizo hombre y mujer y dijo: El hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá con su mujer, y serán los dos una sola carne? De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre.'
Los fariseos le preguntaron: 'Entonces, ¿por qué Moisés ordenó que se firme un certificado en el caso de divorciarse?' Jesús contestó: 'Moisés vio lo tercos que eran ustedes, y por eso les permitió despedir a sus mujeres, pero al principio no fue así. Yo les digo: el que se divorcia de su mujer, fuera del caso de infidelidad, y se casa con otra, comete adulterio.'
Los discípulos le dijeron: 'Si ésa es la condición del hombre que tiene mujer, es mejor no casarse.' Jesús les contestó: 'No todos pueden captar lo que acaban de decir, sino aquellos que han recibido este don. Hay hombres que han nacido incapacitados para el sexo. Hay otros incapacitados, que fueron mutilados por los hombres. Hay otros todavía, que se hicieron tales por el Reino de los Cielos. ¡Entienda el que pueda!'"

Mt 19,3-12

Este pasaje del Evangelio ha producido siempre grandes controversias relacionadas a la indisolubilidad matrimonial. Para muchos, este puede interpretarse como que Jesús admite y autoriza que el matrimonio pueda ser disuelto en divorcio, dadas ciertas condiciones. Para otros, es la reafirmación de que el divorcio es ilegal ante la Ley de Dios. También hay quienes utilizan este pasaje para poder especular respecto a esta idea y encontrar algún refilón o “tecnicismo” que pudiese legalizar el divorcio.

Sin embargo, y gracias a Dios, la Iglesia tiene una visión bastante clara respecto a este punto. Y es una visión bastante simple, si la analizamos bien.

Partamos de un principio, el fin con el cual Dios creó la unión matrimonial entre hombre y mujer (la única, a propósito): la unión de amor y en amor. Desde el momento mismo de la creación, hasta el final del libro del Apocalipsis, nuestro Padre celestial orienta la existencia terrena a la unión matrimonial, esponsal. Primero con Adán y Eva, para quienes hace todo lo creado, y por último el matrimonio eterno entre Jesucristo y la Iglesia (La novia del Cordero).

Jesús hace esta referencia y la marca con vehemencia. La excepción que Él establece, traducida en este caso con la palabra “adulterio”, se refiere en realidad a un sentido mucho más amplio de la “fornicación” o “prostitución”, palabras que originalmente aparecen en latín y griego de las versiones primeras de los Evangelios.

Etimológicamente hablando, el latín “fornicación” así como el griego “porneia”, se refieren tanto al acto sexual ilícito como a la “comercialización” de la unión sexual. Pero entrando un poco en el contexto de las leyes judías del tiempo de Jesús, y de esa unión de amor total y verdadero entre marido y mujer, del que Jesús mismo dio testimonio al “dar la vida por su pueblo” (entendemos por su Novia), comprendemos que esa excepción va más allá de la simple infidelidad conyugal cometida al inmiscuirse con una tercera persona.

La prostitución del matrimonio, o la fornicación en la pareja, se da en el momento mismo de su celebración, y efectivamente hacen que el matrimonio se declare nulo, o más bien dicho, que “nunca existió”. Esto no significa que un matrimonio pueda “anularse” o se pueda autorizar el divorcio. No. Lo puede declarar nulo, que es algo muy diferente.

Un matrimonio prostituído es aquel que realiza la unión pero con fines diferentes y más bajos del originalmente supuesto. Una unión establecida de esa manera, por supuesto que no hace más que vivir algo por fuera, pero nada por dentro (y vemos así un concepto similar al de fornicación).

Originalmente, las personas unidas en matrimonio sacramental, deben asumir el sacramento, es decir, el signo visible de la presencia de Dios. Esto debe estar marcado por la entrega total (sacramental) de uno por el otro. Como Cristo, hasta la última gota de sangre.

Esto implica que a partir del momento en que la pareja celebra su matrimonio ante Dios, y como Jesús mismo lo dijo, ya no son dos, sino uno solo. Y aquí citamos a Mons. Galeone, Obispo de Saint Agustine, en Florida, Estados Unidos: “los esposos forman una entidad orgánica, como la cabeza y el corazón – no mecánica, como la cerradura y la llave. La separación de la cabeza o del corazón del cuerpo –al contrario que la retirada de una llave de su cerradura- provoca la muerte del organismo.”

Y es que esta unión la hizo Dios, no el hombre. La unión de la llave con la cerradura sí la hizo el hombre, y previó éste su eventual separación, de tal manera que contempló que el “mecanismo” no sufriera en su esencia por tal separación. Por lo tanto, como dijo Jesucristo, lo que unió Dios no lo separe el hombre.

Y ahí viene el caso de la excepción que dijo nuestro Señor. Si esa unión fue hecha solamente por el hombre, sin tomar en cuenta la Palabra de Dios, su Divina Voluntad, entonces estamos hablando de un “mecanismo” humano: dos personas que quieren unirse, con fines netamente humanos. Es decir, esa unión está “prostituyendo” el concepto mismo del matrimonio.

Muchas uniones matrimoniales son realizadas en la búsqueda de estabilidad económica, o tratando de establecer lazos sociales o políticos convenientes a otros fines humanos. Cuántos matrimonios son celebrados porque uno de los dos quiere desesperadamente salir de su casa paterna, o quiere escapar de otra realidad de su vida pasada.

Ahí tenemos los matrimonios forzados porque la mujer (o niña en la mayoría de los casos) quedó embarazada.

Cuántos jóvenes se casan sólo por seguir patrones de conducta prefijados en la cultura de su familia, sin sentir el verdadero llamado de la vocación, el deseo de asumir el ministerio del matrimonio. Y cuántos se casan con la idea fija de no tener hijos, o de limitar muy estrictamente el número de descendientes.

Todas estas son situaciones que prostituyen el matrimonio: entregarse a cambio de algo. Todas estas son condiciones o antecedentes que pueden hacer que un matrimonio sea declarado nulo. Y es por eso que la Iglesia Católica, siguiendo esas enseñanzas de Cristo, ha sido y seguirá siendo muy estricta respecto de tales “desordenes” existentes en la sociedad actual.

Tal vez todo debería partir por la enseñanza primaria que damos a nuestros hijos respecto de los valores vividos en el hogar, las virtudes perseguidas por toda persona cristiana.

La castidad debería ser primero bien entendida, y luego bien enseñada y profundizada en el diario vivir. La fidelidad debería ser desencadenada de tantos prejuicios y etiquetas que el relativismo ha logrado instaurar hoy en día.

La anticoncepción, el aborto, las uniones libres, el matrimonio entre homosexuales, el divorcio de la pareja y el divorcio de los hijos… son tantos desordenes, desviaciones que está viviendo la humanidad hoy, a pesar de los constantes llamados que hacen nuestros sacerdotes y obispos, que no en vano la sociedad está cada vez más maleada.

No hay nada relativo en el matrimonio. No hay nada que pueda entenderse de otra manera ni verse desde otro ángulo. Si hay amor que une, nada lo desune. Si el Amor (Dios) está presente en el Sacramento, no puede el hombre romperlo porque atenta contra el Amor mismo, es decir, pierde su propia vida.

Si todo esto es motivo de rebeldía, de rechazo, de extrema preocupación por la cantidad de hijos y la capacidad de mantenerlos, por la dificultad de sobrellevar los problemas, peleas y diferencias dentro de la pareja; si las personas de hoy consideran demasiado su libertad individual y su derecho a realizarse como persona por encima de la pareja, o si cuesta demasiado mantenerse fieles y rectos en el corazón, entonces no estamos preparados en absoluto para el matrimonio.

La persona que desee casarse debe pasar por un profundo, más que largo, proceso de preparación, de meditación, de descubrir su vocación verdadera más allá de una fuerte atracción hacia alguien o hacia una situación legal o socialmente establecida.

Con esto no queremos decir que es mejor no casarse. Ahí tenemos el último párrafo de este pasaje del Evangelio: Los discípulos le dijeron: "Si ésa es la condición del hombre que tiene mujer, es mejor no casarse." Jesús les contestó: "No todos pueden captar lo que acaban de decir, sino aquellos que han recibido este don. Hay hombres que han nacido incapacitados para el sexo. Hay otros incapacitados, que fueron mutilados por los hombres. Hay otros todavía, que se hicieron tales por el Reino de los Cielos. ¡Entienda el que pueda!"

Efectivamente no todos captan el “es mejor no casarse” adecuadamente. Sí, es mejor no casarse en circunstancias que vayan a deformar el concepto del matrimonio, que vayan a apuntar indefectiblemente al rompimiento de la pareja. Pero no es simplemente “es mejor no casarse”, sino que debemos añadir una palabra: “es mejor no casarse todavía”, o tal vez “es mejor no casarse así”.

Porque Jesús mismo resalta la enorme gracia de quien asume el ministerio de la familia con fe, con amor y con esperanza: vivir el amor casto, puro y pleno. Entonces estaremos cumpliendo el primero y más importante de los mandamientos de Dios para la unión sacramental: ser fecundos, multiplicarnos y llenar la tierra.

Fecundos en amor, en sacrificio mutuo, en entrega total, en fidelidad. Procrear los hijos que Dios nos envíe, de acuerdo al milagro de su voluntad en la concepción, multiplicarnos en Cristo y transmitir esa imagen de Él a nuestros hijos. Llenar la tierra e instaurar el Reino de Dios en todos los corazones, no solo en número de población mundial, sino en plenitud de fe y de permanencia de su Palabra en cada uno.

El matrimonio es maravilloso, es bendito y es pleno en gozo y felicidad. Pero es una realidad sobrenatural, es una vivencia espiritual y no solamente sentimental e individual. No es algo que se vive únicamente en sociedad y tampoco parte de las relaciones sociales o realidades materiales. La vida conyugal tiene su inicio en el corazón sincero, en el corazón que sabe amar y que sabe ser amado, pero más importante, que sabe renunciar y sacrificarse.

En pocas palabras, la vocación al matrimonio es por excelencia la vocación de todo cristiano.

martes, 11 de agosto de 2009

CONTEMPLAR LA CRUZ DE CRISTO

“La gente estaba allí mirando; los jefes, por su parte, se burlaban diciendo: ‘Si salvó a otros, que se salve a sí mismo, ya que es el Mesías de Dios, el Elegido.’ También los soldados se burlaban de él. Le ofrecieron vino agridulce diciendo: ‘Si tú eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo.’ Porque había sobre la cruz un letrero que decía: ‘Este es el rey de los judíos.’”
Lc 23,35-38

Este pasaje del Evangelio de Lucas nos presenta una situación en la que todos nos encontramos. Vemos en la escena a diferentes actores que intervienen frente al crucificado, adoptando diversas actitudes. Todos miraban la cruz de Jesucristo.

Unos, los que lo estaban crucificando por órdenes de Pilatos, otros que pedían su muerte y querían verlo humillado y mancillado. Otros que piadosamente venían a atestiguar con horror la muerte del Mesías, del Salvador.

Pero también entran en escena todas las personas que allí estaban, y que no tenían una participación protagónica en el hecho. Personas que simplemente pasaban por allí, y que por pura curiosidad se acercaban a mirar la ejecución. Había también quienes querían ver lo ocurrido sin inmiscuirse demasiado, por miedo a ser envueltos en acusaciones y persecución, o incluso la misma muerte. Entre ellos podemos contar a muchos de los discípulos o a los mismos Apóstoles de Jesús.

Seguramente también encontraríamos a comerciantes, publicanos, mercaderes y otras gentes ajenas a la situación que simplemente estaban en el lugar, pero que acudían a Jerusalén cada año por miles para atender sus negocios, sus ofrendas o todo aquello que una gran ciudad puede ofrecer en fechas importantes.

De todas estas personas, protagonistas o no, reconocemos muchas actitudes relacionadas a aquello que nuestro Señor nos pide en no pocas ocasiones: CONTEMPLAME EN LA CRUZ.

Es indudable, y aquí no tenemos riesgo de error, que todo hombre en la tierra mira hacia la Cruz del Calvario, y en ella a Jesucristo, Hijo único de Dios, entregando su propia vida por la salvación de la humanidad. Toda persona, creyente o atea; tibia, fría o ardiente en la fe; practicante o pasiva, enemiga o entregada, tiene los ojos puestos en la cruz más de una vez en su vida.

El punto de inflexión viene cuando cada uno adopta una postura diferente frente a esa escena cúspide en la historia de la salvación. Cada uno se identifica con esos actores que veíamos en la escena del Evangelio.

Hay quienes como María y el discípulo amado contemplan la Cruz con admiración, con agradecimiento y con sentimiento de injusticia, ya que alguien más padeció por sus propias culpas, y están dispuestos a hacer algo por reparar el daño.

Otros miran la Cruz con desprecio, sintiendo que es algo demasiado insignificante y molesto para su dignísima humanidad el tener que escuchar a ese hombre que se hace pasar por Dios, o que promete muchas cosas que no les representan nada de ganancia ni valor.

Hay muchos, tal vez demasiados, que conociendo a ese Jesús en quien creyeron, miran la escena desde lejos, desde la comodidad del anonimato, y prefieren no acercarse mucho para no ser mal vistos, o por vergüenza.

Para otros será la incomodidad y flojera de tener que cambiar de vida, pero no pretenden siquiera girar la mirada para descubrir la verdad de sus miserias.

Están también, claro, los que no creen en el crucificado, tal vez ni lo conozcan, y que simplemente miran todo por pura curiosidad y pasan de largo. Sin darse cuenta que quizás están perdiendo la única oportunidad de encontrar vida verdadera, y continúan su camino viviendo de puras ilusiones, o de brillos herrumbrados del metal.

Cada uno de nosotros tiene que analizar su propio corazón y darse cuenta de que no podemos evitar estar en escena. No importa la manera en que lo justifiquemos o disfracemos nuestra conciencia. Inevitablemente TODA PERSONA mira la Cruz de Cristo. El problema es… desde dónde la miramos y con qué personaje me identifico. Más allá de esto, sólo queda decidir qué hacer si quiero cambiar de lugar.

martes, 2 de diciembre de 2008

Adviento

A un año del nacimiento de Jesús en nuestro corazón
click en el título para escuchar

El Papa Benedicto XVI nos habla de la dimensión del tiempo como motivo de reflexión para este Adviento: la celebración del nacimiento del Cristo encarnado en María, y la gozosa espera de la venida del Justo Juez. Hace un año que nos habíamos preparado para el nacimiento de Jesús en nuestros corazones, en la Navidad anterior, entonces ¿Cómo celebraremos esta Navidad? ¿Cómo nos prepararemos este Adviento luego de haber tenido a Cristo en el corazón durante 365 días? ¿Cómo cumplimos la misión que Él nos encomendó?

miércoles, 26 de noviembre de 2008

La Santísima Trinidad en San Pablo

La Santísima Trinidad en San Pablo
click en el título para escuchar

¿Cómo un judío "acérrimo" acepta creer en un Dios que es tres Personas a la vez? ¿Cómo entiende el Amor del Padre, la salvación que viene con el Hijo, y la presencia consoladora del Espíritu Santo en cada persona? (Pedro García, en Catholic.net)

jueves, 20 de noviembre de 2008

La Caridad y el ejemplo de Zaqueo

La Caridad y el ejemplo de Zaqueo
click en el título para escuchar

El Papa Benedicto XVI nos resalta la estrecha conexión entre Eucaristía y Caridad. Todo cristiano debe vivirla en cada momento y siempre apuntando a acrecentarla, así multiplicaremos los talentos recibidos y saldremos al encuentro del Señor

la decisión y los muertos

La decisión y los muertos
click en el título para escuchar

¿Quién habla más fuerte: un vivo o un muerto? Aprendamos a "escuchar" lo que nos dicen los difuntos a través del legado de su historia, de cómo vivieron mientras estuvieron entre nosotros (Catholic.net)

Amar a Dios y al Prójimo

Amar a Dios y al Prójimo
click en el título para escuchar

Dios está por encima de todas las cosas: en la medida que el pueblo de Dios entiende y vive esta realidad, encuentra la paz y realiza el amor a sus hermanos en la medida en la que Jesús nos amó

La ropa ceñida

La ropa ceñida
click en el título para escuchar

El cristiano será el siervo que espera a su Señor despierto, con la lámpara encendida y la ropa ceñida: actitud plena y abierta a servir, a estar dispuesto a ser llamado y a atender al ser amado, es decir, a Cristo en nuestro prójimo.